Saturday, August 11, 2012

Directores públicos en empresas privadas (otra vez)

Salió el decreto 1278 regulando el desempeño de los directores designados por el Estado en las empresas privadas en las que el Estado, a través de la ANSES, hereda la partipación accionaria que tenían las AFJP. Ya hemos hablado de eso antes, pero en este artículo que publicó el amigo Santiago Gallichio en Ambito Financiero se explora el conflicto de intereses entre el rol de director de empresa y el de funcionario representante del Estado, y las tensiones de la nueva figura con las exigencias de la Ley de Sociedades Comerciales. (La Nación cubre el tema acá).


LA NUEVA FIGURA DEL “DIRECTOR DE EMPRESAS-FUNCIONARIO”
Por Santiago Gallichio – Presidente del IGEP (Instituto de Gobernanza Empresarial y Pública)

Tras algunos conflictos entre el Gobierno y empresas en las que la ANSES tiene parte de las acciones, la Presidenta dictó finalmente un decreto que reglamenta esas relaciones, las que quedarán a cargo del secretario Axel Kiciloff. Que finalmente haya una norma escrita es bienvenido. Sin embargo, el Decreto 1278 del 25 de julio de 2012 tiene algunos aspectos que van en contra de leyes vigentes. En particular, aquellos por los que se regula la actuación de los directores designados en esas empresas. En su Reglamento, se crea una nueva figura que es un híbrido entre director de empresa y funcionario público. Esta figura lleva implícita una interpretación excesiva respecto de hasta dónde llegan los derechos políticos del Estado como accionista. Las sociedades anónimas son personas (jurídicas) con su propia “autonomía” regulada por sus sistemas de gobernanza. El Directorio, que ejerce su administración, está compuesto por personas designadas por la Asamblea de accionistas. Si bien la cantidad de directores designados suele guardar cierta proporción con la cantidad de acciones de cada socio (en estas empresas, el Estado es minoritario), la Asamblea designa al Directorio como un todo. Los directores designados deben tener una actuación “personal”, según exige la ley. Esto significa que no pueden actuar siguiendo indicaciones de nadie, ni siquiera de aquellos accionistas que los hubieran propuesto para el cargo, sino que se los designa para que actúen, cada uno de ellos, de manera “personal e indelegable”, haciendo lo que según su criterio de “buen hombre de negocios” consideran que es lo mejor para la persona (jurídica) que encarnan. Actuar de otro modo, a saber, siguiendo órdenes, los hace pasibles de reclamos judiciales, siendo “solidaria e ilimitadamente responsables” por esas acciones. La ley de sociedades quiere que sean sus directores, y nadie más que ellos, quienes decidan qué es mejor para cumplir con el objeto social de una empresa. Cualquier otro objetivo perseguido los hace culpables de lesionar el interés societario que deben resguardar. Obviamente, esto no implica que puedan incumplir leyes generales, pero no pueden seguir directivas ajenas a la sociedad, ni siquiera cuando éstas están dictadas por alguna dependencia del Poder Ejecutivo, si no es a través de una regulación general que alcance a su sector o actividad. Es aquí donde se ve que el Gobierno no comparte el espíritu de las leyes vigentes. Éstas otorgan a las empresas un ancho ámbito de libertad de decisión y sólo permiten al Estado regularlas “externamente”. Lo que el Gobierno nacional pretende, en cambio, es no sólo regularlas a través de normativas sectoriales específicas, sino además, en algunas empresas en las que tiene participación accionaria, directamente gobernarlas “internamente” desde sus propios Directorios, para perseguir a través de ellas fines del Estado. El nuevo Reglamento, cuando establece que los nuevos “directores-funcionarios” deben obrar como pide la ley y también “siguiendo las directivas de la Secretaría” que ocupa Kiciloff (art. 6º del Reglamento), introduce un potencial conflicto de interés que no podrá resolverse sino por preeminencia de la ley y no de este decreto. Pero más aún: cuando estos directores-funcionarios, para poder ser designados, deban firmar previamente su adhesión a este Reglamento, quedarán inhabilitados de ser designados como directores por la Asamblea: y no sólo moralmente, sino que, ante un juez, esa misma resignación de independencia será auto-condenatoria. Como lo sería cualquier director que firmase su adhesión a uno solo de los accionistas. En el mismo sentido, reproduce este Reglamento la obligación legal de obrar con “lealtad y diligencia”. La lealtad es un concepto unidireccional que implica necesariamente parcialidad. Un matrimonio, un partido político, un club de fútbol exigen lealtad. También la ley de sociedades exige lealtad a los directores. Pero lealtad a la empresa, hacia aquella parcialidad con la que el director, como el cónyuge, el militante o el hincha, se comprometen. El Reglamento, en cambio, exige lealtad a la Secretaría, al Estado. Se exige al director-funcionario que informe a la Secretaría cuando haya decisiones de la sociedad que puedan lesionar el “interés estatal”, como si fuera una obligación de las sociedades anónimas velar por él: no lo es. Una cosa es el interés nacional, que todos los ciudadanos argentinos estamos obligados a cuidar, y otra es el interés estatal, que debe ser cuidado por los funcionarios públicos. Como ejemplo: una empresa no tiene porqué tomar el camino comercial que maximice la recaudación impositiva, aún cuando ello sería velar por el interés estatal. Otra exigencia que se hace caer sobre estos directores-funcionarios es la de ”resguardar el interés público comprometido en las participaciones societarias que detente el Estado Nacional (art. 7º, inc. b))”. No hay tal interés público. Las acciones que detenta el Estado tienen el mismo valor que las que detentan los demás accionistas de esas empresas, pues todas estas acciones son iguales y deben ser tratadas de ese modo. Los intereses de cada accionista por fuera de la sociedad no pueden influir en absoluto en las decisiones de la sociedad. No tiene ninguna importancia que uno de esos accionistas sea el Estado. El interés público por el que el Estado debe velar se resguarda en sus acciones qua Estado. En estas empresas, no es sino un accionista más. También se dispone que los honorarios que las empresas paguen a estos directores sean depositados en una cuenta del Estado y que éste les pague a ellos un sueldo como funcionarios. Pero la empresa no tendrá forma de justificar un pago al Estado nacional ni podrá tratarlo contablemente como un honorario a un director, cuyo tratamiento es específico y acotado sólo a los directores designados. Por último, se busca dejar sin efecto la prohibición de que los funcionarios públicos ejerzan como directores (art. 12 del Reglamento), aunque esto está así establecido en la ley (art. 264, inc. d)) y un decreto simple como éste no puede modificar aquella. Conscientes de todos estos inconvenientes, los autores del decreto se anticipan a ellos y “garantizan indemnidad” a los directores-funcionarios (art. 5º del Reglamento), forzando todo este sistema jurídico de manera inapropiada. El Gobierno se da cuenta de que lo está forzando, pero lo soluciona creando una indemnidad ex ante. No parece ésta la mejor manera de ejercer el poder regulatorio, pues se creará una tensión inconveniente para todo el sistema. Como queda claro, el decreto en varios de sus artículos contradice las leyes vigentes, porque tiene un espíritu que es divergente respecto del que establece la ley de sociedades. Quien resultará violentado por la aplicación del decreto es la persona de los “directores de empresa-funcionarios”, quienes serán forzados a cumplir con mandatos del gobierno a costa de incumplir necesariamente con sus deberes como administradores. Se ha inventado una figura que es en sí misma chocante para el sistema jurídico comercial nacional e internacional.

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